30/1/08

Mientras miraba él cerrarse los ojo de ella

Estaba la puerta del cuarto cerrada mientras él miraba. Había un frasco abierto, tirado sobre la superficie lustrosa del mueble cuyo nombre aún desconocía. No lo había pronunciado aún del todo. Sólo mamá, con los labios muy pegados. ¡Mamá, mamá! uno contra el otro y en medio ese sonido que encarnaba aquella presencia, que llamaba a ella con esa palabra tan adecuada. Como cuando le daba de su pecho y entre los labios de él estaba ella; sin aún ser llamada.
Miraba él, entonces, el frasco, como una cosa extraña para jugar, que derramaba fragmentos de colores, cuyo concepto específico de fragmento no le interesaba. Sólo pensaba jugar con ellos, quizá morderlos un poco. No pensaría que no todo lo que brilla es oro, y que aquello que parecía tan bueno a la vista sería tan malo a la lengua. Únicamente después de morder uno de estos había quedado totalmente convencido de que aquello no era para comerse. “Guaaag”, profería su pequeña boca y de ella escurrían pedacitos de gelatina coloreada e insípida y una sustancia blanca extremadamente amarga como las semillas de limón que alguna vez había mordido en otro experimento parecido. Escupía, la saliva se derramaba desde su boca atravesando la barbilla, veloz pero no tanto, y se impactaba en su playera, donde el acto quedaba registrado. Como lluvia en la banqueta o un recuerdo que caduca pronto.


Era extraño que ella no viniera a increparle por sus actos, alguna mirada severa que esperaba a sus espaldas, su voz en un tono muy distinto de cuando ella lo tomaba en sus brazos y lo retenía un momento oprimiéndolo contra su pecho. En ese momento sólo a él quería, únicamente era él, y no tenía que hacer nada, sólo él, sólo ser. Y para ello no se había esforzado aún demasiado. Más ella, con su sufrimiento de madre y los dolores de parto y los eternos días de gestación, mareos, vómito, engordar, las estrías del vientre y todo aquello, el llanto, toda esa esperanza que se atora en la garganta y no deja hablar. Aún así no venía ella a hacer reclamo alguno, a decirle “No” y que no lo volviera a hacer.
Permanecía en la cama ¿Dormida? ¿durmiéndose? Pero el hecho era que mami no venía al rescate. Después de ese escándalo, después de esos sonoros guácala irreproducibles, de esas ruidosas y viscosas escupidas, mami, no venía y no vendría probablemente.

Él no debía de estar ahí, ella lo había dejado afuera, solo, como pocas veces, tan pocas que no recordaba ninguna. Lo cual incrementaba su extrañamiento. Ella no sabía que él ya podía perfectamente abrir las puertas, que había aprendido ya ese truco de girar el picaporte con cierta presión sobre la puerta de forma no se hiciera ruido. Y se había metido sigilosamente, porque no podía estar sin ella. Su extrañamiento no era menos ante esta situación. “Mami ya no funciona”, como la había escuchado decir del televisor, “no responde”. Mami duerme, como cuando “duérmase mi niño, etc., etc.”, pero nadie le había cantado esa canción a ella.

Entre-miraba ella salir el viento, salir o entrar por la ventana. Salir, entrar, que más daba, ella nunca atinaba a saberlo y nunca lo sabía. La blanca cortina se extendía como una ligera mano de espuma, y en sus ojos se tendía un cansancio plúmbeo que le oprimía el estómago. Subía todo desde allí, como una calma acidez que le llovía los ojos derramándose sobre su rostro. Y qué más daba la ventana abierta que había olvidado cerrar ¿llovería? ¿Se metería el agua? Y qué más daba y qué importaba ello. Todo había quedado en silencio desde hace un rato, desde que aquello había comenzado a hacer efecto. Sus manos, sus brazos ya no estaban, habían desaparecido. Sólo estaban ahí tendidos como cadáveres, como el cuerpo inmóvil de un paralítico. Ya no diría su boca palabra alguno: cállate, estúpido, vaya por ahí, gracias, muchas gracias, encantado de conocerlo. Y qué importaba ello, extrañaría no poder decir más “No” a él y “ven papi, duérmete aquí con migo bebe”, como cuando las noches eran tormentas y él no podía más estar sin ella, como cuando él antes era ella.
Sintió entonces un ligero movimiento en la cama que se sacudía, como un pequeño mareo. Ella no podía voltear a ver. ¿Qué sería aquello que se movía hacia ella? o ¿Comenzaba a delirar? Su cuerpo se ponía tenso en un enorme esfuerzo por mirar y ya no conseguía moverse, ni siquiera sostenerla vista.
Apareció luego él frente a su cara con una enorme sonrisa: “¡Mami duerme!... ajaja”, mal pronunciado con sus voz de niño. Sintió ella un enorme dolor en el pecho como si quisieran arrancarle alguna parte de su cuerpo que ya no estaba. No pudo moverse, sólo su mirada, parpadeaba y comenzaron a escurrir ríos de lágrimas que viajaban sus mejillas y se despeñaban en los límites de su rostro. Él, no pensaría aún en la partida de la madre o en la partida de la madre o en la partida de la madre, ni en la madre partida o la madre partida, únicamente sonreía, con su sonrisa chimuela, con su sonrisa tan bien construida desde muy chico.




–¡Mami, mami, tengo hambre! (Las últimas palabras que los oídos de la madre alcanzan a registrar, medio borrosas, medio ahogadas)



Miraba él cerrarse los ojos de ella, sobre los que se acostaba la cansada muerte diciendo adiós con las mojadas pestañas. Una última lágrima cayó, no produjo sonido alguno, como a veces la vida cuando parte.

2 comentarios:

Jen dijo...

cruel y inocente... me gustó

°venganza dijo...

Sí... creo que son más o menos lo mismo adjetivos que le daría a tu cuento de Alicia.